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14 ene 2012

"El Zen viene a ser una falta de visión particular de las cosas" (Dokushô Villalba)

   El pensamiento es la función del cerebro. Ocurre natural y espontáneamente, como el respirar de los pulmones o el latir del corazón. Pero, del mismo modo que estas dos funciones fisiológicas no captan nuestra atención, apoderándose de ella, el pensamiento tampoco deberá hacerlo; esto es hishiryo o el “pensar sin pensar” del Zen. El estado en que los pensamientos aparecen y desaparecen espontáneamente desde el fondo de nuestra consciencia plena sin que absorban nuestra atención, nuestra energía más vital. Por tanto, no es cierto que el Zen determine que haya que alcanzarse un estado de “no pensamiento”, como popularmente se cree, sino que la misión de la práctica Zen es la de instalarse en el estado del “pensar sin pensar” en donde, como decimos, los pensamientos suceden espontáneamente, naturalmente, sin que la atención permanezca establecida en ellos y sin que, en consecuencia, se produzca un excesivo gasto de energía, desvitalizándonos. Para dominar este estado del pensar sin pensar (hishiryo) el Maestro Zen prescribe, como si de un médico del Espíritu se tratara, el Zazen (sentarse en meditación), acerca del cual dará las instrucciones necesarias.

   El Buda enseñó que vivimos en un estado de ensueño que el llamó ignorancia (avidya). Esta ignorancia básica consiste, precisamente, en el hecho de que nuestra atención se haya continuamente fijada en nuestros pensamientos. Este hecho implica, básicamente, que nos perdemos a nosotros mismos en nuestro sistema cognitivo conceptual, representacional y discursivo; el cual filtra la Realidad del  ahora a través de estas tres operaciones básicas del cerebro. Permaneciendo, de esta manera, como en un estado anestesiado de ensoñación despierta que nos impide vivenciar plenamente o ser plenamente conscientes de la Realidad en que se da justo en este momento y que, justo en este momento, está vacía de cualquier categoría que podamos asignarle mentalmente.

   Dicha Realidad que nos brindan nuestros sentidos, filtrada a través de las operaciones mentales, se encapsula, se vuelve limitada mediante la toma de perspectiva que se deriva del análisis cognitivo aprendido. Y mediante el más sutil de los engaños ya no observamos al Mundo en sí sino a su imagen en la foto; o, como diría Platón, ya sólo vemos las sombras del Mundo. Así, todos estos procesos cognitivos aprendidos, o llegados a nosotros desde fuera de nosotros mismos, que toman la forma de dogmas religiosos, sistemas de valores, teorías científicas, terminan actuando como lentes que filtran la luz del Sol antes de llegar a nuestros ojos. Cada lente (cada sistema representacional), con su grosor y color específicos, nos mostrará una luz en una intensidad y tonalidad distinta que ya no será la Luz originaria del Sol inmaculada, sino una especie de extracto de ésta. El mismo lenguaje, a través del cual las operaciones cognitivas se elaboran, es un filtro de la Realidad; el más sutil de ellos. El mismo material del que están hechos todos los filtros cognitivos; como el cristal que compone las diferentes lentes que filtran la luz. Así, continuando con el símil, del mismo modo en que los diferentes sistemas de conocer el Mundo que nos rodea (el mítico, el racional...) se corresponderían con las diferentes lentes con sus particulares grosores y colores, el lenguaje a través del cual los diferentes sistemas de conocimiento se expresan se correspondería con el cristal mismo del que cada lente está hecha. Los maestros Zen de la rama Rinzai comprendieron esto mismo; que el lenguaje es en sí el más sutil y fundamental de los filtros del maravilloso Mundo que nos rodea y, por ello, elaboraron los Kôan, como enunciados sin sentido lógico que, tras el mucho discurrir sobre ellos, que habrá de derivar en el estrés psíquico consecuente, nos habrán de arrojar fuera de la sutil red que el propio lenguaje lanza sobre el mundo.

  Entonces, el encapsulamiento se deshace y la Totalidad innominada e inefable se desata. El sutil velo de la ignorancia cae frente a nuestros ojos. Desaparece la perspectiva y se comprende que Dios no tiene puntos de vista; tan sólo el exquisito orden cósmico Es. Y ese Orden se experimenta como Lucidez y Amor interiores.
 
  Quien así ve, no necesita de ninguna regla moral o ética aprendida, pues él mismo ya es Lucidez y Amor.

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