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1 feb 2010

Acerca del pensamiento y de la Cultura

   Cualquiera que lleve a cabo un mínimo trabajo de instrospección se percatará, inmediatamente, de que la Cultura en que se haya inmerso rige su comportamiento y de que el pensamiento es el instrumento final mediante el cual ésta nos dicta.

   Resulta, por ello, evidente que la Cultura nos grava valores y normas de conducta en el cerebro. La experiencia personal, entonces, se ajusta o desajusta, mediante un acto de pura discriminación mental, a estos valores y normas generando, así, sentimientos de autoestima o reprobación; y estos sentimientos, evocados con mayor o menor frecuencia, estimulan los pensamientos que nos trasladan al pasado, al posible futuro o a la mera elucubración mental. Así, nuestra atención se vuelca en “lo pensado”, en lugar de en el “simplemente ser” anterior a pensamiento alguno. Y es con la aparición de “lo pensado” -con la aparición de la Cultura, en definitiva- con lo que ya, no “simplemente soy”; ahora, además, “pienso que soy ciudadano”, “pienso que soy padre”, “pienso que soy emprendedor”, “pienso que soy un zoquete”, “pienso que soy...”, … pienso que he de “ser algo concreto” (muchas cosas concretas, en realidad). De este modo, nuestra energía vital se disipa en la frustración o en la complaciencia a las que nos lleva “lo pensado”, que se pensó a causa de “lo sentido”, que se sintió al enjuiciar nuestra “experiencia personal”, o al pensarla, en base a los valores y normas que aprendimos en la Cultura que nos convirtió en seres humanos. Es por esto que el pensamiento, al principio y al final de la serie, como en un círculo vicioso, es la causa de este desgaste vital.

   Hablo de un pensamiento que poco tiene que ver con el recto discernimiento impersonal -padre de toda Filosofía y de toda Ciencia-, sino que, más bien, tiene que ver con el pensamiento egóico -personal-, compulsivo, casi esquizofrénico, enraizado en lo dogmático y en el prejuicio y, desafortunadamente, asumido como una actividad psíquica “normal” del Hombre, que surge de la discriminación a la que nos llevan los valores, las visiones del Mundo, la Cultura aprendida. Un pensamiento generador de tensión, que se sirve de prejuicios dogmáticos (sociales y religiosos), que se alimenta de traumas gestados en el no encaje entre “lo sentido” y “lo aceptado culturalmente”, que se alimenta, igualmente, de la vanagloria del que, a la inversa, se ve perfectamente reconocido en la cultura que le vio nacer y que, finalmente, y llevado al extremo, se alimenta, incluso, de las teorías racionales que tratan de ordenar el Mundo y de las teorías ecológicas y humanistas que tratan de salvarlo y de salvarnos. Todos ellos, pensamientos, al fin y al cabo; pensamientos que nos aportan, finalmente, frustración -o devaluación del ego- o complaciencia -o inflación de éste- y que, en su génesis, nos restan la energía vital innata y creadora que lleva adosada consigo la verdadera felicidad, que es sencilla y extática al mismo tiempo; que es innominada, pues su esencia no puede ser atrapada por “lo pensado” -por cualquier cultura dada, en definitiva- sino que, de otra manera, esta felicidad plena en sí misma y Vacía de cualquier contenido concreto, tan sólo puede ser sentida antes de elaborar pensamiento alguno. Por esto, por ser anterior al pensamiento, es Universal y anterior a la Cultura. Una Cultura -lo pensado- que tan sólo puede “representar” dicha Felicidad primera en una imagen, en un concepto, una vez se ha experimentado. Y como imagen, como concepto, la idea salta de mente en mente, desligada ya de su propia Fuente: la experiencia misma; quedando, así, ya inerte. Esto es la ortodoxia religiosa, que convierte lo extático (o la experiencia viva de la Fuente, que es Felicidad innata) en estático (o el mero concepto muerto o idea fija de lo experimentado); que convierte al Espíritu sentido, fluyente e inmanente, en un mero concepto o abstracción pensada, estática e inerte; como si la foto misma fuera suficiente para experimentar el paisaje que ha captado.

   Esto es, en definitiva, la Cultura que, por otro lado, fue la consecuencia inevitable del primer “yo soy” pensado, necesario para el Despertar del Hombre. Esta es la buena noticia y la mala de la Cultura y del pensamiento: La buena; que nos hace conscientes. La mala; que nos genera una falsa identidad, o muchas falsas identidades, en las que nos terminamos perdiendo y mediante las cuales, finalmente, nos terminamos desgastando.

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